miércoles, marzo 28, 2007

El corazón y el culo

Primero comencemos por imaginar que Luka (la protagonista de aquella novela que no hemos terminado) está sentada en el Café Le Bon de Medellín, fumando un Marlboro y tomandose un tinto. Después, démosle la palabra a esta dulce chica:

"Hay muchas maneras para una misma saber que tomó una decisión. La más común es estar sentada y sentir irresistibles deseos de pararse. Luego cierra una los ojos un instante y cuando los abre los labios murmuran un emocionado o un ajá mientras la mente dispara el nombre de la primera persona a la que se le comunicará la noticia. Después se agarra el celular, se marca un número de esos que está en la lista de llamadas recientes y se dice algo como "¡adivina qué!"...

Ahora mencionemos a otra dulce chica, de carne y hueso que me dio una de mis primeras lecciones, hace casi siete años, cuando llegué a Panamá. Estoy hablando de mi amiga Gilda T. a quien le decimos Gigy.

Me dijo, en su particular acento argentino: mirá Azury, cuando uno se viene a vivir a otro país tiene que traer, no solamente el culo sino también el corazón. De lo contrario la vas a pasar muy mal.
Tenía razón. Yo me demoré un poco en traer mi corazón.

Ahora, en una especie de "compulsión a la repetición" como dice mi estimado S. Freud, la historia se repite.

Vuelvo a tomar decisión, a cambiar de rumbo, a buscar el "norte" y esto es literal puesto que el destino es Canadá.

Lo más difícil no es despedirse de la familia ni los amigos, ni siquiera de las dulces Becky y Kia. Lo más difícil es no saber qué empacar en la maleta porque se ha llegado a un punto de desapegos en el que bien daría lo mismo irse con la ropa puesta o con un contenedor lleno de las maricadas que se han comprado en los últimos siete años.

Pero eso si, al pie de la letra con lo que dice Gigy: ¡¡Me llevo el culo junto con el corazón!!

Para que este escrito no quede tan corto, vamos a agregar otra de las frasecitas de Luka:

"Desde mi silla calculé que la maleta verde de la ruedita mala era suficiente para mis pertenencias y que una semana sería el tiempo justo para prepararme. Decidí también que no despedirme era un acto de justicia. No se me antojó dar abrazos ni escuchar el buena suerte y que te vaya bien y no me olvides y me escribes y cuídate mucho y te deseo lo mejor.
Al fin y al cabo, cuando una se va, cuando se larga de veras, veras, veras, no debe despedirse. Quien se despide no hace otra cosa que afinar el oído en busca del más leve murmullo que le diga "
vuelve". Y yo no estaba para esas cosas".